Trump en el laberinto de un imperio bananero

Stella Calloni / Prensa Latina
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Buenos Aires. La declaración anticipada del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunciando que había ganado las elecciones más complejas de la historia del país, es una táctica utilizada desde los tiempos en los cuales se hablaba de repúblicas bananeras.

Esto es un eufemismo para ocultar la realidad colonial que vivían esos países, así como las denuncias de Trump desde hace meses acusando a su opositor demócrata Joe Biden de preparar un fraude electoral, son una evidente y remanida estrategia de “campaña sucia” bajo asesoría de los grupos ultraderechistas, fundamentalistas y mafiosos que lo rodean.

Esa estrategia se utilizó en varias elecciones en América Latina, donde la propaganda de Estados Unidos anunció fraude para plantear dudas, anticipándose a los resultados en apoyo de sus favoritos.

Así sucedió en Bolivia donde Washington, la Organización de los Estados Americanos, la cadena de medios de comunicación controlados y financiados por el poder hegemónico acusaron al presidente Evo Morales de preparar comicios fraudulentos el 20 de octubre de 2019.

En realidad el fraude lo preparaban ellos con sus asociados locales, la ultraderecha fascista boliviana.

En este escenario el gran fraude comenzó a pocas horas de cerrarse los comicios y cuando se hacía evidente que Morales iba a ganar en primera vuelta, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, denunció “irregularidades” inexistentes en las actas, lo que esperaban los opositores para comenzar el golpe de Estado lanzando grupos violentos a las calles.

A partir de ese momento la dinámica de la violencia se instaló en la capital boliviana y en diversos lugares del país, en una represión criminal, impidiendo en el marco de la situación creada cualquier solución que proponía el mandatario boliviano.

Mientras, entraban en el juego golpista la policía y las fuerzas militares cuyos jefes terminaron “sugiriendo” la renuncia del presidente, 20 días después, literalmente con una pistola en la cabeza.

En Estados Unidos podría decirse que no fue Trump un buen actor cuando anunció el triunfo el 4 de noviembre ante sus seguidores advirtiendo además sobre un presunto fraude, mostrándose seguro, pero a la vez decidido a no reconocer ni dejar su cargo si era derrotado, lo que se convirtió en una amenaza constante.

Más aún, intentó detener el conteo de votos sosteniendo la falsedad de que lo que pedía era en realidad que se detuviera la votación, cuando esto ya había terminado en todos los estados, en una maniobra confusionista después de haber intentado suprimir el voto por correo porque “lo controlaban” sus opositores del Partido Demócrata.

Estas contradicciones mostraron una inquietante desesperación presidencial, a pesar de que había preparado todos los escenarios posibles a los que recurrir al reconocer que nunca aceptaría perder.

Anticipando estas situaciones se apresuró a nombrar el 26 de septiembre pasado a la jueza ultraconservadora Amy Coney Barrett en la Corte Suprema, ocupando la vacante dejada por la muerte de la magistrada Ruth Bader Ginsburg, quien era considerada un ícono feminista y progresista de este máximo tribunal decidiendo en asuntos de inmigración, igualdad de género, el aborto o el matrimonio igualitario, entre otros varios temas que la habían destacado en su cargo.

Trump ya había nombrado otros dos jueces en la Corte Suprema y sumar a Coney Barrett le garantizaba inclinar fuertemente esa institución hacia el conservadurismo más duro.

Un día después de las elecciones, cuando millones de votos seguían en las urnas del correo, amenazó Trump con recurrir a la Corte para que detuviera el escrutinio en algunos estados como Wisconsin y otros donde lentamente comenzaba a ascender Joe Biden.

El escenario comenzó a enrarecerse, mientras la imagen ante el mundo de la otrora gran potencia única se astillaba en pedazos mostrando la decadencia y el derrumbe imperialista.

Si algo faltaba fue la aparición de los grupos de milicias paramilitares armados que habían actuado junto a las tropas federales, enviadas ilegalmente por Trump para reprimir las manifestaciones multitudinarias de protestas contra la policía y sus criminales acciones.

Las protestas continuaron por más de 100 días, especialmente en Portland, Oregón, incluso hasta las elecciones. En esas marchas, reiniciadas ahora, cuyo seguimiento abandonó el periodismo en los últimos tiempos, surgieron instancias de unidad y organización muy importantes marcando una fuerte fractura social en el país.

La pandemia de coronavirus descubrió lo oculto, lo escondido, astilló los espejos mostrando la expresión más decadente de la mayor potencia del mundo, que comenzaba a declinar abiertamente.

Expuso los problemas internos de Estados Unidos como nunca antes había sucedido, destacando que el período cubierto por la administración Trump los había agravado, llevando la fractura social al límite.

“La desigualdad actual no solo se expresa en la incongruente distribución económica, sino que en muchos casos incluye el rechazo social, discriminación racial y de género, menores oportunidades de desarrollo personal o de acceso al sistema de salud para las minorías”, sostenía el analista José R. Oro en Cuba Debate, el 19 de septiembre de 2020.

Se refería a la impactante desigualdad con respecto al 20 por ciento de la población estadunidense que posee aproximadamente el 75 por ciento de la riqueza, mientras que el restante 80 por ciento sólo recibe el 25 por ciento.

“Esa es la medida de la desigualdad, evidente y humillante, en una nación de tan grandes recursos”, sostuvo Oro recordando que Estados Unidos ocupa el lugar 109 entre 159 países, siendo más desigual que Turquía, Catar, Costa de Marfil, Filipinas o El Salvador, por poner unos pocos ejemplos cercanos al índice estadunidense.

En su análisis advertía sobre una serie de variables que incidirían en estas elecciones como la situación de la pandemia de la covid-19 y sus consecuencias económicas.

Así como también el estado de la tranquilidad ciudadana, afectada por las protestas contra la discriminación racial, el abuso policial contra las minorías y las confrontaciones callejeras con los grupos supremacistas blancos, partidarios del presidente.

Por otra parte la política de absoluta indiferencia y negacionismo ante la pandemia llevó a la dramática situación de más de 200 mil muertos, sólo para sostener la apertura económica, en una crisis que venía desde hace tiempo también escondida bajo las alfombras, ante lo cual se trató de imponer que todo era producto del coronavirus.

Trump se empeñaba en llamarlo el “virus chino”, en la guerra comercial, mediática y política que desató contra el país asiático, su última y suicida obsesión. La “guerra fría” de regreso, aunque nunca se fue del todo.

El comportamiento de Trump es evidentemente irracional, aunque esa irracionalidad ha sido laboriosamente trabajada y extendida hacia un sector importante de la población convertida en un ejército de zombis, que repite ese discurso en forma automática: la culpa es de China, de la Organización Mundial de la Salud (OMS), de los “satánicos” demócratas.

Se trataba de la vieja táctica de atemorizar con falsedades y mentiras a una buena parte de la población, sometida por la desinformación y la desculturización, como una forma de dominar “mentes y corazones” que se impuso después de la derrota sufrida en Vietnam, en los años 70.

La realidad

“La otra alternativa de Trump para reducir el margen que lo separa de los demócratas es tratar de explotar las tensiones sociales, considerada la otra variable fundamental, y erigirse como el defensor de la ley y el orden”, según Armed Conflict Location and Event Data Project (Acled), una organización no gubernamental que analiza los conflictos mundiales.

De acuerdo con Acled, desde mayo pasado “se produjeron 10 mil marchas populares de protesta en Estados Unidos. Un 73 por ciento relacionadas con el movimiento Black Lives Matter (BLM) en la que participaron no sólo los afroamericanos, sino una diversidad de grupos sociales y especialmente jóvenes blancos.

En todos estos casos fueron marchas pacíficas, pero el 54 por ciento de éstas fue reprimida violentamente por la policía.

Por su parte las manifestaciones en contra de estas marchas fueron unas 360, en las que participaron mayoritariamente grupos supremacistas blancos entre los que se contaron milicias armadas y el siniestro Ku Klux Klan (KKK), que actuaron con extrema violencia.

Un informe de Acled en Portland, Oregón, sostiene que este es uno de los cinco estados de Estados Unidos con mayor riesgo de ver un aumento de actividad de grupos de ciudadanos armados durante y después de las elecciones del martes 3 de noviembre, mencionando más de 80 organizaciones de milicias de derecha.

La FBI, así como Seguridad Nacional, han identificado a los grupos como un posible “detonador” para la violencia en torno a las elecciones.

Bajo la excusa de que se trata de “movimientos anarquistas”, calificados como “terrorismo doméstico” por el propio Donald Trump, se ha construido un relato que tiende a alentar el temor de la población blanca y justificar la represión policial, como se vio en los asesinatos de afroamericanos. “No se trata de algo nuevo, sino un recurso explotado por la derecha desde siempre, el problema está en los límites a que están dispuestos a llegar alentando estas contradicciones, sobre todo porque, hasta ahora, la estrategia del presidente no está rindiendo los frutos que esperaba”, señaló Acled.

De hecho el presidente de Estados Unidos, en sus discursos incitó abiertamente a la violencia llamando a “defender” las elecciones si ganaba su adversario, al que no está dispuesto a entregarle el gobierno, ya que considera que es el único que puede asegurar “la sobrevivencia del país”.

Noam Chomsky, lingüista, académico, politólogo y escritor, uno de los intelectuales más respetados de Estados Unidos, en una entrevista con periodistas de la revista The New Yorker sostuvo días antes de las elecciones que “en los 350 años de democracia parlamentaria, no ha habido nada como lo que estamos viendo ahora en Washington”, al considerar que “el Ejecutivo ha sido purgado casi por completo de cualquier voz crítica independiente, nada más que aduladores”.

Entre otros datos señaló que un oficial retirado de alto rango llegó al extremo de escribir una carta abierta al general Mark Milley, que preside el Estado Mayor Conjunto, recordándole sus deberes constitucionales de enviar al Ejército estadunidense para destituir al presidente si se niega a irse”.

Trump es el “peor criminal de la historia de la humanidad”, dijo Chomsky al considerar que sus políticas buscan “destruir la perspectiva de vida humana”. También advirtió que los grupos y asesores que rodean a Trump “están esencialmente creando una alianza internacional de Estados extremadamente reaccionarios, que puede ser controlada por la Casa Blanca”.

Por supuesto, se ha desplazado mucho hacia la derecha, rompiendo todos los acuerdos internacionales, señalando además los peligros de no tener un régimen de control de armas que “es uno de los temas más importantes de la historia de la humanidad”, entre otros como el Medio Ambiente.

La soberbia de Trump, su ignorancia y comportamiento impredecible expone a Estados Unidos como nunca antes, en medio de una fractura social que augura tiempos muy difíciles, a la vez que deja al descubierto el sistema electoral más antidemocrático del mundo en pleno siglo XXI, con un capitalismo en crisis.

Atrás quedó su proyecto de dominar al mundo, ante la muralla de potencias como China, la Federación Rusa y otros países claves que acabaron con el unilateralismo y con los sueños del poder absoluto.

La revisión de lo actuado por Trump se asemeja a lo que dejan sus asociados serviles en nuestra región: países arrasados, con una enorme destrucción social, cultural, económica, terminando con todos los derechos adquiridos en años de luchas, como es el tema racial, fanatizando a sus seguidores en una emulación brutal del fascismo nazi, que asoló a la humanidad en el siglo pasado.

Pero este es otro tiempo y nada será lo mismo. Hasta el fascismo descarnado es un recurso tardío, aunque mantenga el rugido de un viejo león.

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