¡A callar la historia!

Guillermo Buendía
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 Martha Hernández Urrieta, mi madre, se unió al descanso eterno
de Aurora y Cecilio, sus padres; de Lorenzo su esposo, mi padre.

Los ventanales reventados del piso superior de La Moneda expulsaban largas llamaradas envueltas de humo espeso luego del intenso bombardeo aéreo previo a la toma del palacio sede del gobierno, defendido por el presidente y un reducido grupo de escoltas leales. Desde las primeras horas del 11 de septiembre de 1973 la Junta Militar encabezada por Augusto Pinochet comenzó el asedio para derrocar el gobierno socialista del doctor Salvador Allende –quien se dijo oficialmente de él haber decidido por el suicidio antes que la rendición– y los meses siguientes al golpe de Estado Chile vivió la peor era de terror: el Estadio Nacional se habilitó como centro de detención, tortura y ejecuciones sumarias de dirigentes sindicales, militantes de la Unidad Popular o integrantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, de artistas e intelectuales. Pablo Neruda permaneció en Chile hasta ocurrida su muerte rodeada del misterio de la versión propalada por los servicios informativos controlados por los militares, y la de Víctor Jara; en tanto la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) creada meses después como la policía secreta castrense encargada de ejecutar la represión y persecución contra opositores o sospechosos, asistida por la CIA cuya injerencia había iniciado dos años atrás realizando operaciones encubiertas para desestabilizar al régimen cuando los intereses de la AT&T, la trasnacional estadunidense, fueron afectados por la nacionalización de la industria del cobre.

América Latina vio surgir juntas militares que se hacían del poder luego de golpes de Estado cruentos. El terror de Estado se caracterizó por la violencia castrense que sofocó movimientos democráticos de las clases medias de Argentina, Uruguay, Brasil o movimientos de liberación nacional de arraigo netamente populares en El Salvador, Nicaragua y Guatemala contra las oligarquías terratenientes. Bolivia contó con la injerencia militar de la CIA para combatir la guerrilla de Ernesto Che Guevara, ejecutado de manera inerte en la escuela rural de La Higuera. En la última fotografía del comandante Guevara vivo, aparece del lado derecho suyo un soldado con uniforme boliviano –su nombre: Félix I. Rodríguez, cubano exiliado reclutado por la CIA, quien meses antes recibió entrenamiento, en Guatemala, de tácticas de combate antiguerrilla; este mismo agente, el 27 de mayo de 1987, comparecía ante el Senado de Estados Unidos para informar sobre su participación en el escándalo Irán-contras,  escribió en 1989 Guerrero de las sombras. Héroe anónimo de la CIA en cientos de batallas desconocidas.  Y otro de estos guerreros anónimos involucrado en operaciones intervencionistas durante la presidencia de Ronald Reagan, Elliot Abrams, después de haber recibido un indulto presidencial cuando se le encontró culpable de ocultamiento de información al Congreso sobre el caso Irán-contras, fue nombrado asesor del presidente George W. Bush, y ahora el exdirector de la CIA y actual secretario de Estado, Mike Pompeo, recibió instrucciones para “restaurar la democracia” en Venezuela, desarrollando un “plan” coordinado desde los niveles más altos del gobierno de Donald Trump. Recientemente, otro “halcón” fue despedido por haber mantenido desacuerdos fundamentales sobre los fines de la inteligencia estadunidense, John Bolton, con el mandatario en el diseño operaciones encubiertas y de espionaje en Venezuela, Irán, Corea del Norte, Afganistán, Cuba y Nicaragua.

Panamá no fue ajena a la injerencia estadunidense. Manuel Antonio Noriega al frente de una dictadura que tuvo lugar entre 1983 a 1989, terminó siendo sacado del poder cuando se le obligó a entregarse y salir de la embajada de El Vaticano en Panamá, con lo que la invasión militar concluyó la colaboración de su agente de la CIA al poner éste en riesgo la seguridad nacional estadunidense debido a los nexos del narcotráfico y la lucha regional de movimientos de liberación nacional focalizados únicamente ya en El Salvador y Nicaragua. Doce años antes de la invasión se habían firmado los tratados Torrijos-Carter.

La influencia de la teología de la liberación hizo de la pastoral social de la Iglesia católica el ariete a favor de la opción de los pobres que, al coincidir con la victoria de la Revolución cubana, repercutieron en que amplios sectores progresista de la clase media latinoamericana, cuyo ascenso a los círculos de poder de las incipientes democracias en las décadas de los sesenta y setenta, apuntaran hacia la formación de un nuevo orden económico y político regional. Rumbo que chocó de frente con los embates intervencionistas del imperialismo norteamericano. Cuarenta y seis años después del golpe de Estado chileno la alternativa militar estadunidense figura como recurso último de las operaciones encubiertas de la CIA para derrocar gobiernos en la era global.

Los imperios hegemónicos al repartirse los recursos de los países subdesarrollados han desarrollado mecanismos y acciones menos cruentas y hasta aparentemente legales. El sometimiento de gobiernos por la vía económica y financiera resulta más eficaz: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial son los organismos supranacionales encargados de esta función esencial. La Organización de los Estados Americanos y las oficinas comisionadas de los Derechos Humanos y de Refugiados de la Organización de las Naciones Unidas, subordinadas a las políticas del Departamento de Estado norteamericano, son los instrumentos de presión sobre los gobiernos de Venezuela, México, Cuba, Bolivia y Nicaragua.

Los episodios revolucionarios se pretenden mantenerlos en el silencio del registro histórico y perderlos en la vorágine informativa de los medios y redes sociales. Un silencio que sentencia al olvido y a la proscripción del legado histórico. Borrar estos sucesos de la memoria colectiva sometida a procesos de desinformación, enajenación y tergiversación a partir de interpretaciones elaboradas por el pensamiento hegemónico historicista empeñado no sólo a no dar explicaciones de los hechos subversivos como resultado del orden de opresión política, económica y social existente, sino presentarlos como métodos anacrónicos, “profundamente equivocados”, incluso como fenómenos dados en su tiempo, e inviables en el mundo contemporáneo.

Con la idea dominante de “adversarios” políticos se desecha del discurso académico y político el concepto histórico de “enemigos de clase” con el propósito de enterrar para siempre lo otro: la lucha de clases en que se divide el capitalismo aun en la era global. Las “teorías” trasnochadas que, además, atentan contra la “civilización” global del siglo XXI es la función que tristemente cargan los intelectuales que ven en los “valientes jóvenes”, en estricto rigor, comunes asesinos.

 

 

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